domingo, 25 de diciembre de 2011

Una hermosa felicitación de Navidad

Desde lo más hondo de mi corazón les deseo en estas navidades una gran paz, la que no sabe dar el mundo y da solamente ese Niño chiquitito que nace en Belén y que lo encontramos en los brazos de su Madre. Él merece todo de nosotros. Pero los trabajos, el mundo nos envuelve con sus luces de colores.

Con todo el ajetreo de estos días no vayamos a olvidar que Navidad es un tiempo precioso para adorar. En esta noche santa y en este día santo hay tanto que admirar, tanto que meditar y tanto que celebrar que el alma cristiana quisiera resumirlo todo en un solo acto de donación y de fusión con el Amado. Por eso la Navidad es tiempo de adoración. Y adorar es dejarnos conquistar por el amor, dejarnos invadir por la belleza, abrir las puertas a la pureza y darle permiso a la humildad para que irrumpa suavemente llenando todo de orden y sentido. El alma humana necesita adorar porque si no tiene hacia dónde dirigirse se precipita monstruosamente sobre sí misma, y se recome en su egoísmo y su nada. Mas, ¿qué o quién es digno de adoración? La respuesta brota en Navidad: hay Uno que es adorable. Uno que no engaña si le creemos, que no decepciona si en él confiamos; hay Uno que cumple todo lo que promete y que rebasa nuestros mejores deseos; Uno que nos ama bien y que desde su primer hálito hasta su último suspiro sólo conoce el lenguaje del amor. Hoy es Niño en el pesebre, mañana Sacerdote en la Cruz. Se llama Jesús.

Contemplemos la adoración de la Virgen; sumergida allí en una profundidad de amor, con el que hasta entonces nunca había sido adorado el Verbo desde toda la eternidad; superior a los Ángeles y a los Serafines; y así la Virgen arrodillada, hecha toda Ella en su adoración un Magníficat y un Fiat perpetuos.

Allí está Ella, volcán de amor.

Y así, adorando a su Hijo, se consagra de nuevo a Él. Y le diría desde el fondo del corazón: “Hijo mío, mis ojos para mirarte, mis manos para cuidarte, mis labios para besarte, mi corazón para amarte”. No está más que para Él. Se consagra desde el fondo de su corazón en silencio. Y en ese momento, quizás a lo lejos se sentían los ruidos de la ciudad, de las músicas de las fiestas; pero todo eso no llega al corazón de la Virgen. Tiene un tesoro entre sus brazos; tiene un tesoro sobre aquellas pajas. Y entonces la Virgen, encariñada de amor por su Hijo, su único tesoro, podemos pensar piadosamente que haría también esta petición: Hijo mío, yo deseo, quiero, lo pido como Madre tuya que soy, que haya siempre en el mundo almas cuyos ojos sean sólo para mirarte, cuyos labios sean sólo para besarte, cuyas manos sean sólo para cuidarte, cuyo corazón sea sólo para amarte. Y de esta petición de la Virgen, nace la virginidad en la Iglesia. Almas que se dedican enteras al cuidado de Cristo, y de solo Cristo; para quienes también, como para la Virgen, Dios quita todo, y sólo las deja a su Hijo, sólo les deja a Jesús, a quien tienen que engendrar en las almas por el apostolado, por la caridad, por el amor, por el sacrificio.

Contemplemos a la Virgen. Contemplemos para aprender a contemplar a Jesús.

En esta noche de hoy, día de Navidad, ante la gruta de Belén, yo puedo acercarme también a Jesús. Y quizás la Virgen viéndote con cierto temor, con cierta timidez; viendo que andas rondando cerca de la gruta y cerca del pesebre de su Hijo, te llama y te dice: “Vente por aquí”. Te llama. Acércate. Mírala. Mira también a tu Salvador, a tu Señor, a tu tesoro, a tu todo. Mira, aquí está. Y la Virgen te invita: “contémplalo” Y nosotros, viéndonos tan cerca, quizás empezamos a hablar y hablar, y a pedirle muchas cosas y muchas gracias, ya que estamos allí cerca, y que nos conceda tantos favores… hasta que la Virgen te dice con una palabra eficaz: Calla, calla; estate en silencio; acostúmbrate a mirarlo en silencio a Él que es la palabra silenciosa; a estar con Él sin hablar tanto. No le despiertes. ¡Tiene tanto que sufrir! Déjale al menos que descanse ahora ahí donde está, sobre esas pajas, dormido. –Y te enseña así a estar en silencio en la oración, contemplándole, adorándole en amor.

El Verbo calla.

¿Qué hace ahí Jesús dormido como está, pasando frío, llorando otras veces, qué hace? Amar, amar; amar mucho. Abajarse hasta el pesebre, y todavía del pesebre hasta la cruz; porque ha venido así para esto: “No has querido oblaciones y sacrificios, pero me has dado un cuerpo. Aquí me tienes; quiero, Señor, hacer tu voluntad”. –Bajarse; no contentarse nunca; tender hasta la cruz; ser exagerado.

Dice que el Señor le dijo una vez a San Francisco de Asís: Francisco, ¡pero si el amor te ha vuelto loco! Y entonces Francisco le contestó: “¡Mira quién lo dice! ¡Mira quién lo dice! ¡Señor! ¿Es que te has olvidado del pesebre y de la cruz?”

Ser exagerado. Cuando nosotros tenemos miedo a veces de ser exagerados, tenemos que contemplar el ejemplo de Cristo. Y si Él quiere que le sigamos de cerca, sin límites; como Él.

Que Él se nos manifieste esta noche. Que también nosotros esta noche podamos decir de verdad que hemos visto al Salvador; que el Salvador se nos ha acercado hasta el fondo de nuestro corazón; que ha nacido en nosotros. Que esto es lo propio de toda Navidad: que el Señor puede nacer en nosotros, porque el Señor nace en nuestras almas y viene a nuestras almas en la medida en que nuestras almas se transforman en Él.

Aun cuando ha llegado ya a nosotros, puede venir más; y podemos repetir constantemente: Adveniat regnum tuum, “venga también tu Navidad a nosotros”. Es lo que anuncian los ángeles en medio de esta pobreza y de este silencio y de esta soledad. Los ángeles cantan: “Gloria a Dios en las alturas, paz en la tierra a los hombres, objeto del amor de predilección de Dios”, objeto del amor de Dios, de la Redención, que está ya en marcha. Se está comenzando a realizar el plan divino de que todos los hombres vean su salvación. Y esto puede venir a nuestras almas en la medida en que la gloria de Dios es mayor por parte de nosotros, en cuanto más plenamente realizamos sus planes sobre nosotros, y a través de nosotros sobre los demás, y en la medida en que la paz de Dios reine en nuestro corazón, en el silencio interior, en el desprendimiento, en la obediencia y en el abandono a la voluntad del Padre.

QUE DIOS LES BENDIGA

P. Javier Andrés Ferrer, mCR

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